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domingo, 7 de febrero de 2010

Patakí de Iroko, la Ceiba



Iroko, que desde su altura todo lo observa, y que en sus ramas poderosas alberga a pájaros de toda clase, como el mayimbe y sunsundamba – el aura tiñosa, su mensajera – y la lechuza, que es justa y caritativa con sus hijos, vio venir en la lejanía del espacio infinito a Yemayá, madre universal, envuelta en azules y perlas cristalinas como el mar de las Antillas, quien no corría, sino volaba, abrazando estrechamente a dos niños; dos meyis: los Ibeyis, hijos amantísimos de Ochún y Changó, que eran buscados por su padre para regañarlos por sus travesuras infantiles, y por haber escondido el hacha bipene a la hora de irse a guerrear contra su enemigo, su hermano Oggún.

Al ver a su hija fatigada y al remolino que la perseguía y del cual se escapaban rayos y truenos, abrió su tronco y la cobijó en su seno. Cuando Changó, jadeante, llegó a su tronco, le suplicó que le dijera dónde se encontraban sus hijos desobedientes para castigarlos. Pero Iroko, que conocía bien el mal genio de Changó, se hizo la disimulada y cantó primero, muy alto, como un huracán; después se fue dulcificando hasta susurrar una bella canción, que hablaba de los triunfos bélicos del orisha, dueño de rayos y centellas. Este se durmió, Iroko abrió su vientre y Yemayá y los Ibeyis lograron escapar.

Cuando Changó se despertó, cegado por la ira, le lanzó fuegos, pero éstos fueron devueltos hasta enceguecerlo. No tuvo más remedio que pedirle perdón a Iroko madre de madres, de palos y de todo lo verde que vive en la sabia tierra de este planeta. To Iban Echu.

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